sábado, 12 de septiembre de 2015

Saber que nunca nos mentimos.

Curioso título para estas ganas de escribir. Se siente uno raro cuando sueña lo que se debería estar viviendo. Cuando se vive lo que tantas veces se ha vivido antes. Cuando el día te hace pensar más que la noche. 

Menos mal que existen esas personas que funcionan como placebos, como pastillas de colores que te hacen girar el mundo con tus propias manos. Que seducen con las palabras y te que te hacen beber hasta llegar a Plutón. Que te enganchan jugando y repatean tus problemas con bailes epilépticos. 

Menos mal que nunca nos mentimos, dicen los habitantes de nuestros mundos. Menos mal que la niebla no deja ver lo que hay detrás de tus muros. La forma en la que los silencios son las mayores mentiras. Las formas de consolarse por dentro alegando que no son engaños. Un gran espectáculo de colores apagados y sórdidos aplausos autoconsoladores. Por el fuego que arde escucho pequeños pedazos de noches pasando a cenizas, y se me clavan de lleno encima de lo que encierro.


Porque no hay nada que decir sin oídos al otro lado. Sin ganas de continuar las cuatro frases de rigor inestable. Sin las duchas de palabras cuando te acuestas de mal lado y te levantas tirada de orgullo, o ganas de complicar la realidad, o un no saber estar, o valorar, o no sé.

Pero ya estamos en otoño. Brindemos por ese momento en el que se grita a pleno pulmón que el puzzle ha encajado, que los trozos de nuestro espejo nos reflejan de nuevo. ¡Qué bonito ese recuerdo!
Te invito a compartir nuestra compañía. Dejarnos de soledad. Acercarme a ti y escuchar susurros guardados. Susurros que recuerden lo que tienes. Lo buena que es tu espalda como lienzo de mis miradas. La de líneas que recordará tu cuerpo. La de punzadas que compartirá el mío. Nos quedaremos a vivir en lo más alto de nuestro amor bien hecho, desde donde veremos las puestas de sol. Los guiños que nos da la luna. 

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